martes, 6 de diciembre de 2011

La Inmaculada Concepcion de la Santísima Virgen María


En los escritos de los Padres se encuentra una gran riqueza cultural, espiritual y apostólica. Predicaban o escribían con la mirada puesta en las necesidades de los fieles, que en gran medida son las mismas ayer que hoy; por eso se nos muestran como maestros de vida espiritual y apostólica. Resulta impresionante comprobar cómo los Santos Padres supieron fecundar con el mensaje evangélico la cultura clásica (griega y latina), cómo en algunos casos fueron creadores de culturas (en Armenia, en Etiopía, en Siria, por ejemplo) y cómo sentaron las bases para el esplendor de la época medieval, pues prepararon la plena inserción de los pueblos germánicos, pertenecientes a una tradición cultural completamente diversa, en la raíz del Evangelio. Por estas y más razones es que hoy, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, dejamos que sea San Agustín, obispo de Hipona[1], quien nos ayude a reflexionar en éste misterio ■

«Tanto a Zacarías como a María se les promete un hijo, y ella repite casi las mismas palabras que Zacarías ¿Qué había dicho Zacarías? ¿De dónde me viene esto a mí? Yo soy anciano, y mi mujer entrada en años (Lc 1,18) ¿Qué dijo también santa María? ¿Cómo sucederá esto? Parecidas las palabras, pero muy distinto el corazón. Escuchemos las expresiones semejantes al oído, pero averigüemos la distinta disposición del corazón ante las palabras del ángel. Pecó David y, corregido por el profeta, confesó: He pecado, e inmediatamente se le dijo: Se te ha perdonado el pecado (2 Re 12,13). Pecó Saúl, y, reprendido por el profeta, dijo: He pecado, pero no se le perdonó el pecado, sino que la ira del Señor quedó sobre él. ¿Qué vemos aquí, sino que a palabras iguales corresponde un corazón distinto? El hombre oye las palabras, pero Dios escruta el corazón. Al quitarle el habla condenando su incredulidad, el ángel vio que en aquellas palabras de Zacarías no había fe, sino duda y desesperación.
En cambio, María dijo: ¿Cómo sucederá eso, pues, no conozco varón? (Lc 1,34). Reconoced aquí el propósito de la virgen. Si hubiese pensado yacer con varón, ¿hubiese dicho: Cómo sucederá esto? No hubiese dicho esas palabras en el caso de nacer su hijo como suelen hacerlo los demás niños. Pero ella se acordaba de su propósito y era consciente de su voto. Porque sabía lo que había prometido y porque sabía que los niños les nacen a las mujeres casadas que yacen con sus maridos, cosa que estaba fuera de su intención, su pregunta ¿cómo sucederá eso?, se refería al modo, sin que incluyese duda alguna sobre la omnipotencia de Dios. ¿Cómo sucederá eso? ¿De qué manera tendrá lugar tal acontecimiento? Me anuncias un hijo, y me dejas en vilo; dime, pues, el modo. Pudo, en efecto, la virgen santa temer o ignorar los designios de Dios, como si el querer que tuviese un hijo significase desaprobar su voto de virginidad.
¿Qué pasaría si le hubiese dicho: «Cásate y únete con tu esposo»? Dios no hablaría nunca así, pues en cuanto Dios había aceptado el voto de la virgen, y recibió de ella lo que él le había donado. Dime, pues, mensajero de Dios: ¿Cómo sucederá eso? Ella advierte que el ángel lo sabe y le pregunta sin dudar lo más mínimo. Como vio que ella preguntaba sin dudar del hecho, no rehusó instruirla. Escucha cómo: «Tu virginidad se mantendrá; tú no tienes más que creer la verdad; guarda la virginidad y recibe la integridad, puesto que tu fe es íntegra, quedará intacta también tu integridad. Finalmente, escucha cómo sucederá eso: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, porque concibes mediante la fe, creyendo, no yaciendo con varón, quedarás encinta: Por eso lo que nacerá de ti será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35).
¿Qué es lo que vas a dar a luz? ¿Cómo lo has merecido? ¿De quién lo recibiste? ¿Cómo va a formarse en ti quien te hizo a ti?
¿De dónde, repito, te ha llegado tan gran bien? Eres virgen, eres santa, has hecho un voto; pero es muy grande lo que has merecido; mejor, lo que has recibido. ¿Cómo lo has merecido? Se forma en ti quien te hizo a ti; se hace en ti aquel por quien fuiste hecha tú; más aún, aquel por quien fue hecho el cielo y la tierra, por quien fueron hechas todas las cosas; en ti la Palabra se hace carne recibiendo la carne, sin perder la divinidad. Hasta la Palabra se junta y une con la carne, y tu seno es el tálamo de tan gran matrimonio; vuelvo a repetirlo: tu seno es el tálamo de tan gran matrimonio, es decir, de la unión de la Palabra y de la carne; de él sale el mismo esposo como de su lecho nupcial (Sal 18,6). Al ser concebido te encontró virgen, y, una vez nacido, te deja virgen. Te otorga la fecundidad, sin privarte de la integridad. ¿De dónde te ha venido? ¿Quizá parezca insolente al interrogar así a una virgen y pulsar como inoportunamente con estas mis palabras a sus castos oídos. Mas veo que ella llena de rubor, me responde y me alecciona: «¿Me preguntas de dónde me ha venido todo esto? Me ruborizo al responderte acerca de mi bien; escucha el saludo del ángel y reconoce en mí tu salvación. Cree a quien yo he creído. Me preguntas de dónde me ha venido eso. Que el ángel te dé la respuesta». -Dime ángel, ¿de dónde le ha venido eso a María? -Ya lo dije cuando la saludé: Salve, llena de gracia (Lc 1,28)»[2].


[1] Agustín de Hipona (en latín: Aurelius Augustinus Hipponensis) (Tagaste, 354 – Hippo Regius 430) es, junto con Jerónimo de Estridón, Gregorio Magno y Ambrosio de Milán, uno de los cuatro más importantes Padres de la Iglesia latina.
[2] Sermón 291, 4-6

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