viernes, 20 de mayo de 2011

Important in our Archdiocese of San Antonio


This summer the San Pedro Playhouse intends to produce a controversial play that a number of San Antonio interfaith leaders consider ill-timed and offensive. The play is "Corpus Christi", written by Terrence McNally. A letter signed by nine leaders of the interfaith community was delivered to the San Pedro Playhouse last Thursday. In the letter they respectfully asked that the playhouse reconsider the production of this play because they felt it is "a profane and disrespectful depiction of Jesus Christ, who is the object of love and worship in a community whose religious roots run deep." ■ more info: http://archsa.org/txtfiles/attachment_301.pdf

Domingo V de Pascua. Ciclo A (22-V-2011)

Con el avance del tiempo pascual vamos siendo testigos del crecimiento de la Iglesia y percibimos, de igual manera, las distintas facetas e implicaciones de la Resurrección del Señor y su nueva presencia en medio de los suyos. La comunidad cristiana, en su diversidad, es el testimonio más palpable de la riqueza de los dones del Espíritu que Dios da a cada uno para el enriquecimiento de todos; ello nos hace entonar un canto nuevo para el Señor que ha hecho maravillas y revela su salvación por todas las naciones (cf. antífona de entrada).

Hoy la liturgia nos hace una llamada a considerar, una vez más, que Cristo Resucitado es el único cimiento de la Iglesia, es la piedra angular (segunda lectura), es decir, aquella sin la cual la construcción se iría a la ruina y, al mismo tiempo, aquella que da consistencia a todas las demás. De esta forma, la comunidad cristiana se define como losredimidos y convertidos en hijos de Dios por la Pascua del Señor y que aún esperan la plena libertad y la herencia eterna(oración colecta).

Su aceptación o rechazo es el acto de mayor trascendencia que el hombre puede hacer en este vida, pues significatropezar y estrellarse o ser miembro del pueblo elegido y no quedar defraudado (segunda lectura). En la misma línea podemos entender la alegoría de la vid, recordada hoy en la antífona de comunión. Ella nos insiste en lo que es esencial en la vida del creyente: su unión con el Señor para poder dar un fruto que merezca la pena.

También el Evangelio nos habla sobre quién es Cristo. Esta vez de sus propios labios escuchamos lo que nos dice de sí mismo. Él, que es el camino, la verdad y la vida, quiere que sus discípulos participen de su vida –«os llevaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros»– y hace una llamada urgente a la fe; es decir, a aceptarle y a aceptar a quien él revela: al Padre.

Si el Señor es el camino, la verdad, la vida, la piedra angular, la vid para la Iglesia, cada creyente en particular también tiene un papel activo y una responsabilidad ineludible en su relación con Dios y dentro de la comunidad. San Pedro aplica a la Iglesia las glorias más importantes del antiguo pueblo de Dios pero ahora extendido a todos los miembros del nuevo pueblo: raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido (segunda lectura); además recurre también a la imagen de la construcción para explicar este aspecto cada uno, pidiendo que sea una piedra viva que contribuye en la construcción del templo de Dios.

Esta profunda realidad eclesial está plasmada en la elección, consagración y misión de los siete. Ante nuevas necesidades de la Iglesia, estas siete «piedras», por la acción del Espíritu y el mandato de los apóstoles, colaboran en la construcción y posibilitan que la palabra de Dios cundiera y creciera mucho el número de discípulos (cf. primera lectura).

La Misa es la expresión más perfecta de la realidad de la Iglesia; en ella los cristianos tenemos el alimento necesario para que seamos manifestación y testimonio de lo que somos (oración sobre las ofrendas) anticipando ya en nuestro tiempo presente la novedad de la vida nueva que nos ha alcanzado Jesucristo liberándonos de nuestra antigua vida de pecado (oración después de la comunión) 

miércoles, 11 de mayo de 2011


Nuestro Pastor se ha alzado de la tumba,
ha empuñado el cayado y se adelanta,
y va por el sendero de la vida,
un rebaño escogido lo acompaña.

No puede el lobo herir de eterna muerte
si el Pastor nos defiende con su vara;
el rebaño, seguro y obediente,
al lado del Pastor tranquilo avanza.

El rayo y la tormenta se disipan
por el sol que alumbró la clara Pascua;
ya no habrá noche ni temor maligno,
sigue el rebaño y canta su alabanza.

El Pastor nos conoce, somos suyos,
por el cuerpo y el alma nos traspasa;
y es su mirada espejo de su Padre,
la verdad y la paz, gozosa calma.

Y a su Pastor conocen las ovejas,
los suaves silbos, las secretas hablas;
igual que el Padre al Hijo bienamado,
el rebaño al Pastor le mira y ama.

¡Oh buen Pastor y guía de la Iglesia,
revestido de luz por la mañana,
bendito tú que muerto por tu grey
hoy te gozas al verla rescatada! Amén  
Rufino M, Grández, capuchino. 

IV Domingo de Pascua (A)

Después de haber contemplado los domingos anteriores, diversos momentos de la experiencia pascual de los discípulos del Señor, la liturgia de la Palabra de éste día nos lleva a hacernos una pregunta sencilla pero de cuya respuesta depende nuestra vida: ¿quién es para nosotros este Cristo resucitado, de quien nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles que Dios lo ha constituido Mesías y Señor, ¿es Él verdaderamente Señor de nuestras vidas?

Es bueno que hoy revisemos nuestra adhesión a Cristo, hoy, después de haber vivido la Cuaresma y la Pascua. ¿Qué autoridad tiene Jesús en mi vida? Y debemos plantearnos esa pregunta a partir de los hechos más sencillos y cotidianos de la vida. Desde que nos levantamos por la mañana hasta que nos acostamos, nada de lo que hacemos puede quedar al margen de nuestra vocación: Cristo os dejó un ejemplo para que sigáis sus huellas, dice san Pedro en su carta. En las relaciones familiares, en el trabajo, en el lugar de estudio, en la tienda, en el metro o el autobús, con las amistades, con la pareja... hemos de vivir plenamente nuestra vocación[1].

Éste es el sentido de las dos imágenes que Jesús utiliza en el evangelio de hoy, hablando de sí mismo: el pastor y la puerta de las ovejas. Él es el centro de la vida cristiana, de cada cristiano y de la comunidad. A él le reconocemos como único Señor cuando nos habla en medio de tantas voces como oímos cada día. Él nos conoce personalmente y nos ama, y por eso le seguimos. La salvación sólo la encontramos si hacemos pasar nuestra vida por él, aceptando su cruz y su resurrección.

Los pastores solían reunir sus rebaños en un mismo corral y confiarlos a la vigilancia de uno solo (el guarda), mientras los demás pernoctaban confiadamente en sus casas y regresaban al amanecer. El corral era un cerco de piedras con una sola puerta y sin cobertizo.

Por la mañana resultaba fácil a cada uno distinguir sus propias ovejas, bastaba con llamarlas con un silbido peculiar para que todas acudieran a él y le siguieran. Lo que se dice del "nombre" con el que el pastor llama a cada una parece más propio de un ganado mayor, como sucede, por ejemplo, con las vacas; aquí se destaca ese rasgo expresamente en atención a su significado simbólico, a la relación personal que se da entre el buen pastor y sus ovejas, es decir, entre Jesús y los suyos.

Jesús es también el verdadero pastor y ésta su misión: dar vida sus ovejas, dar vida abundante e, incluso, desvivirse por ellas hasta el extremo de la cruz. Los falsos pastores buscan las ovejas para aprovecharse de ellas, despojarlas y conducirlas a la ruina.

Estamos aquí porque la voz de nuestro pastor nos ha convocado. Sabemos que él nos conduce a los buenos pastos. Ahora, él mismo nos pondrá la mesa y nos dará el alimento de la vida cristiana. Acerquémonos con confianza ■


[1] J. Romaguera, Misa Dominical, 1990, n. 10.

Fourth Sunday of Easter

During Jesus' time, shepherds protected their flocks with their own bodies. Many of the sheep pens were merely a wall of loosely connected rocks with a single entrance. At night the shepherds slept across the entrance so that their bodies became a protection for the sheep from their own straying or from marauders. The body of the shepherds kept the sheep from wandering out and getting hurt as well as kept animals and bandits from entering the pen and attacking the sheep[1].

Jesus makes an allusion to this in the Gospel for today when He says that He is the sheep gate. He is the sheep gate and we are the sheep. He is the guardrail keeping others from hurting us and keeping us from hurting ourselves. He is our protector. He is alive for us today, keeping us from hurting ourselves and from being hurt by others.

The Body of Christ protects us. The early Church was very much aware that the establishment of the Kingdom of God entailed a great war against the forces of evil. The Book of Revelation speaks about this in grasping, emotion- laden terminology. Armageddon would be the place of the final defeat of the devil by the army of the Lord. Each liturgy, each celebration of the Breaking of the Bread, each Mass, to use our terminology, was seen as one of the victories of the power of the Lord over the onslaught of the devil.

The Body of Christ protects us from the forces of evil.

This evil extends far more than our concepts of the devil. The Body of Christ protects us from the evil of our society. We cannot receive the Eucharist in a sincere manner unless we are willing to put up a fight against all the evils of our society that are continually assaulting us. The abuse of God's gifts, the worship of materialism, and the plunge into the abyss of selfishness assault us every day. When we receive the Eucharist we are seeking protection from our spiritual enemies. We are seeking protection from the worst aspects of our own lives. The Body of Christ protects us.

Usually, the Lord protects us in far more subtle ways. Because His presence is important in our lives, we stay away from situations where we know He wouldn't be found. This might include questionable places or people. Because of our respect for the Lord, we put a tremendous faith in the leaders He has given us. The longer I’ve been a priest, the deeper my understanding is of all that I do not know. And the deeper my awareness is of how mistaken I can be when I’m on my own. It is a blessing to be guided by our Bishop, and an even greater blessing to be guided by the Bishop of Rome.

We need to put our faith in the Sheep gate, our Lord, and not believe what we hear, read or see in the media. We can’t be getting our religion from TV, the secular newspapers, or from so-called religious novels. Usually the scripts, articles or novels are written by non-believers or people with an anti-Catholic agenda. For example, a popular crime drama revolved around a case being re-opened because a priest said he was no longer bound by a confession he heard years earlier since the penitent had died. Wrong. Wrong. Wrong. Wrong. The seal of the confession is permanent, forever, or the priest is de facto excommunicated. This wasn’t just bad research by the script writers; this was a subtle swipe at the sacrament that Catholics put their absolute trust in, confession.

Many popular TV shows are concerned about the power of the devil. It is good to be aware that the devil does have power, but this shouldn't make us anxious, or fill us with anxiety.  We have the Divine Protector with us. Christ is more powerful than the devil. Just as He won't let us stray out of the sheepfold and hurt ourselves, He won't let the devil come in and hurt us. The Body of Christ, the Eucharist is our defense.  He is the sheep gate. We are his flock.

There are fundamental questions of life: Who am I? Why do I exist? How can I make a difference in the world? We cannot search for the answers to these questions in some sort of innate sense of knowledge we think we have.  Nor can we trust in the garbage that we see on TV or read in the newspapers or the latest fad religious novel. We just need to trust in our Lord and Savior.

The theme of scripture this week is simple: Jesus is the sheep gate who continually protects us, both from intruders and from ourselves ■


[1] Sunday 15th May, 2011, 4th Sunday of Easter. W. Acts 2:14, 36-41. The Lord is my shepherd; there is nothing I shall want—Ps 22(23):1-6. 1 Peter 2:20-25. John 10:1-10.

viernes, 6 de mayo de 2011

Third Sunday of Easter (a)

We know well, in fact, that prayer cannot be taken for granted: We must learn how to pray, almost as if acquiring this art anew; even those who are very advanced in the spiritual life always feel the need to enter the school of Jesus to learn to pray with authenticity. We receive the first lesson from the Lord through his example. The Gospels describe to us Jesus in intimate and constant dialogue with the Father: It is a profound communion of the One who came into the world not to do his will but that of the Father who sent him for man's salvation. I would like to propose some examples of prayer present in ancient cultures, to reveal how, virtually always and everywhere, people have turned to God. I begin with ancient Egypt, as an example. Here a blind man, asking the divinity to restore his sight, attests to something universally human, as is the pure and simple prayer of petition on the part of one who is suffering. This man prays: "My heart desires to see you ... You who made me see the darkness, create light for me, that I may see you! Bend over me your beloved face" (A. Barucq -- F. Daumas, Hymnes et prieres de l'Egypte ancienne, Paris, 1980, translated into Italian as Preghiere dell'umanita, Brescia, 1993, p. 30). That I may see you; here is the heart of prayer! Prevailing in the religions of Mesopotamia was a mysterious and paralyzing sense of guilt, though not deprived of the hope of rescue and liberation by God. Hence we can appreciate a supplication by a believer of those ancient cults, which sounds like this: "O God who are indulgent even in the most serious fault, absolve my sin ... Look, Lord, to your weary servant, and blow your breeze on him: Forgive him without delay. Alleviate your severe punishment. Free from the shackles, make me breathe again; break my chain, loosen my ties" (M. J. Seux, Hymnes et prieres aux Dieux de Babylone at d'Assyrie, Paris, 1976, translated into Italian in Preghiere dell'umanita, op. cit., p. 37).

These are expressions that show how, in his search for God, man intuited, though confusedly, on one hand his guilt and on the other, aspects of divine mercy and kindness. At the heart of the pagan religion of ancient Greece we witness a very significant evolution: prayers, though continuing to invoke divine help to obtain heavenly favor in all circumstances of daily life and to obtain material benefits, are oriented progressively toward more selfless requests, which enable believing man to deepen his relationship with God and to become better. For example, the great philosopher Plato reported a prayer of his teacher, Socrates, who is justly regarded as one of the founders of Western thought. Socrates prayed thus: "Make me beautiful within. That I may hold as rich one who is wise and possess no more money than the wise man can take and carry. I do not ask for anything more" (Opere I. Fedro 279c, translated into Italian by P. Pucci, Bari, 1966). Above all he wanted to be beautiful and wise within, and not rich in money. 

In the Greek tragedies -- those outstanding literary masterpieces of all time that still today, after 25 centuries, are read, meditated and performed -- there are prayers that express the desire to know God and to adore his majesty. One of these reads thus: "Support of the earth, who dwell above the earth, whoever you are, difficult to understand, Zeus, be the law of nature or of the thought of mortals, I turn to you: given that, proceeding by silent ways, you guide human affairs according to justice" (Euripide, Troiane, 884-886, translated into Italian by G. Mancini, in Preghiere dell'umanita, op. cit., p. 54). God remains somewhat nebulous and yet man knows this unknown God and prays to him who guides the affairs of the earth. Also with the Romans, who constituted that great Empire in which a large part of the origins of Christianity was born and spread, prayer -- though associated to a utilitarian conception fundamentally bound to the request for divine protection on the life of the civil community -- opens at times to admirable invocations because of the fervor of personal piety, which is transformed into praise and thanksgiving. Apuleius, an author of Roman Africa of the 2nd century after Christ, is a witness to this. In his writings he manifests contemporaries' dissatisfaction at comparing the traditional religion and the desire for a more authentic relationship with God. In his masterpiece, titled Metamorphosis, a believer addresses a feminine divinity with these words: "You, yes, are a saint, you are at all times savior of the human species, you, in your generosity, always give your help to mortals, you offer the poor in travail the gentle affection that a mother can have. Not a day or a night or an instant passes, no matter how brief it is, that you do not fill him with your benefits" (Apuleius of Madaura, Metamorphosis IX, 25, Translated into Italian by C. Annaratone, in Preghiere dell'umanita, op. cit., p. 79). In the same period the emperor Marcus Aurelius -- who was as well a thoughtful philosopher of the human condition -- affirmed the need to pray to establish a fruitful cooperation between divine and human action. He wrote in his Memoirs: "Who has told you that the gods do not help us even in what depends on us? Begin then to pray to them and you will see" (Dictionnaire de Spiritualite XII/2, col. 2213). This advice of the philosopher-emperor was put into practice effectively by innumerable generations of men before Christ, thus demonstrating that human life without prayer, which opens our existence to the mystery of God, is deprived of meaning and reference. Expressed in every prayer, in fact, is the truth of the human creature, which on one hand experiences weakness and indigence, and because of this asks for help from heaven, and on the other is gifted with extraordinary dignity, as, preparing himself to receive divine Revelation, he discovers himself capable of entering into communion with God. 

Dear friends, emerging from these examples of prayer from various periods and civilizations is the human awareness of his condition as a creature and his dependence on Another superior to him and the source of every good. The man of all times prays because he cannot fail to ask himself what is the meaning of his existence, which remains dark and discomforting, if he is not placed in relationship with the mystery of God and of his plan for the world. Human life is an interlacing of good and evil, of unmerited suffering and of joy and beauty, which spontaneously and irresistibly drives us to pray to God for that interior light and strength which aid us on earth and reveal a hope that goes beyond the boundaries of death. The pagan religions remain an invocation that from the earth awaits a word from Heaven. Proclus of Constantinople, one of the last great pagan philosophers, who lived already at the height of the Christian age, gave voice to this expectation, saying: "Unknowable, no one contains you. Everything that we think belongs to you. Our ills and goods are from you, every breath depends on you, O Ineffable One, may our souls feel you present, raising a hymn of silence to you" (Hymn,ed. E. Vogt, Wiesbaden, 1957, in Preghiere dell'umanita, op. cit., p. 61). In the examples of prayer from the various cultures that we considered, we can see a testimony of the religious dimension and of the desire for God inscribed in the heart of every man, which receive fulfillment and full expression in the Old and New Testaments. Revelation, in fact, purifies and leads to fullness man's original longing for God, offering him, with prayer, the possibility of a more profound relationship with the heavenly Father. At the beginning of this journey of ours in the "school of prayer" we now wish to ask the Lord to illumine our minds and hearts so that our relationship with him in prayer is ever more intense, affectionate and constant. Once again, let us say to him: "Lord, teach us to pray" (Luke 11:1) ■  Benedict XVI  

III Domingo de Pascua (a)


A medida que avanza el tiempo de pascua no disminuye la alegría que produce la celebración de la resurrección de Cristo. Los cristianos nos sabemos privilegiados pues tenemos la certeza de que la pascua del Señor no quedó encerrada en Jesús, vencedor del pecado y de la muerte; por el contrario, esa vida nueva llega a todos los que creemos en él. Por eso, con el paso de las semanas no podemos permitir que decaiga el tono gozoso propio de este tiempo; por el contrario se intensifica con en la espera de la celebración del don de la Pascua que es el Espíritu Santo. La Iglesia, convocada para celebrar el domingo, es invitada a aclamar al Señor y tocar en su honor y a cantar a su gloria (cf. antífona de entrada), pues sabe que la resurrección del Cristo es motivo de exultación (oración colecta y oración sobre las ofrendas), de rejuvenecimiento espiritual y de una verdadera renovación del ser hijos de Dios (oración colecta). Al mismo tiempo la comunidad cristiana redimida no quita su mirada en un futuro todavía más esperanzador: su resurrección gloriosa y el gozo eterno (colecta, sobre las ofrendas y postcomunión).Todo ello significa el cumplimiento de las escrituras en la Primera Alianza de Dios con su pueblo elegido pero que ahora se realiza con toda la humanidad. Este domingo insiste en ello: tanto la larga predicación de San Pedro a los vecinos de Jerusalén –toda ella rebosa de referencias al Antiguo Testamento– como la narración evangélica de los discípulos de Emaús. Las profecías anunciaban al Mesías y, en el misterio Pascual, han llegado a su cumplimiento y plenitud: «Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura» (Evangelio). Constatar todo ello, nos hace tomar conciencia de la exigencia con que debemos llevar nuestro comportamiento –«tomad en serio vuestro proceder», dirá San Pablo en la segunda lectura–porque ha sido muy alto el precio que han pagado por nosotros («la sangre del Cordero sin mancha»). El aspecto moral, irremplazable en la vocación cristiana, implica una doble realidad: por un lado, el creyente confía en Dios a quien puede llamar «Padre» gracias a la revelación que ha efectuado Cristo; pero, por otro lado, sabe que Dios Padre juzga imparcialmente a cada uno y es aquí donde radica el contenido de exigencia y vigilancia en el obrar pues, como dirá también Santiago, «la fe sin obras está muerta» (St 2,17). El temor al juicio es matizado por la paternidad de Dios; el libertinaje es corregido por la realidad del juicio. El equilibrio entre ambos es el temor de Dios que nos guía por el sendero de la vida (cf. salmo responsorial). No podemos olvidar, al fin, el gran relato de la aparición a los discípulos de Emaús. En medio del desconcierto y desesperación de estos hombres, Cristo les acompaña en el mismo día de la Pascua y despierta su fe vacilante. Al mismo tiempo, esta narración es una promesa que asegura la presencia de Cristo en medio de su Iglesia, reunida para partir el pan. Sólo en ese gesto es cuando llegan a comprender totalmente quién está a su lado. Desde ese instante y con rapidez, los de Emaús se convirtieron en testigos y evangelizadores para sus compañeros