viernes, 12 de agosto de 2011

La Asunción de la santísima Virgen María


Apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas (Ap 11,19). Maravillado y transido de belleza canta el poeta: 


¿A dónde va, cuando se va la llama? 
¿A dónde va, cuando se va la rosa? 
¿Qué regazo, qué esfera deleitosa, 
¿qué amor de Padre la abraza y la reclama?. 
Esta vez como aquella, aunque distinto; 
el Hijo ascendió al Padre en pura flecha. 
Hoy va la Madre al Hijo, va derecha 
al Uno y Trino, el trono en su recinto.. 
No se nos pierde, no; se va y se queda. 
Coronada de cielos, tierra añora 
y baja en descensión de Mediadora, 
rampa de amor, dulcísima vereda. 

El Apocalipsis pinta la imagen prodigiosa de una mujer glorificada que aparece encinta, a punto de dar a luz y acosada por un "enorme dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos y siete diademas en las cabezas, dispuesto a tragarse el niño en cuanto naciera". El águila de Patmos vio en esta revelación a la Iglesia, en su doble dimensión de luminosidad y de oscuridad, de grandeza y de tribulación, coronada de estrellas y gritando de dolor. María, Madre del Hijo de Dios, Cabeza de la Iglesia que va a nacer, es también la primera hija privilegiada de la Iglesia, triunfadora del dragón que quiere devorar a la Madre y al Niño, pero fracasa en su intento porque el niño fue arrebatado al cielo junto al trono de Dios, mientras ella ha escapado al desierto. El misterio del mal en el mundo produce escándalo en el algunos hombres. ¿Cómo Dios permite todo si lo puede arreglar todo? No se tiene en cuenta la libertad humana que Dios respeta conscientemente; ni la limitación del mundo creado, con sus leyes inmutables; ni la maldad del maligno, que intenta devorar a los hijos de la mujer mientras vivan en este destierro. Ni que Dios a ese mundo dolorido, probado y exhausto, le tiende la Mano Poderosa, que ayuda y restauradora del bien. 

El pueblo de Israel fue llevado por Dios al desierto, como la esposa de Oseas, para hablarle al corazón y fortalecerlo en el amor y en el coraje para implantar el reino de nuestro Dios, victoria que ya llega. Con María estamos todos en el desierto con la fuerza del Espíritu que nos ayuda a vencer los peligros del erial. 

Pero si María ha sido subida al cielo, como tipo de la Iglesia, también lo será la Iglesia. Aunque hoy nos sintamos terrenos y pecadores, porque en el desierto la Iglesia es a la vez santa y pecadora, seremos en el mundo futuro, resucitados y enaltecidos. Mirad cómo la traen entre alegría y algazara, al palacio real ante la presencia del rey, prendado de la belleza de la reina, enjoyada de oro a la derecha del rey. Contemplad cómo le dice el rey: “Escucha, hija, inclina el oído a las palabras enamoradas que brotan de mi corazón encendido contemplando tu hermosura (Sal 44). Y gozad con El ejército de los ángeles que está lleno de alegría y de fiesta". ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! (Lc 1,39). Salta también de gozo Juan en el seno de Isabel. 

La fiesta de los ángeles del cielo se comunica por anticipado al pueblo de la montaña, donde, con la prisa del amor, llegó María, con un Jesús chiquitín en sus entrañas. El Espíritu Santo invadió aquella casa e hizo cantar a aquellas mujeres dichosas las grandezas y maravillas del Señor. María se sintió inspirada y proclamó el Magnificat cantando su alegría porque el Señor ha mirado la humillación de su esclava. Y como supo que la llamarían feliz todas las generaciones de los hombres, lo cantó sin complejos. Y enalteció la misericordia que tiene y que tendrá siempre, de generación en generación, con su fieles amados. Y afirmó que no se había olvidado de lo prometido a nuestros primeros padres, a Abraham y su descendencia para siempre: porque una mujer aplastaría la cabeza de la serpiente, el dragón rojo. María, ya glorificada en el cielo, no se olvida de los hermanos de su Hijo, que se debaten en las tentaciones y asechanzas del dragón en el desierto. Porque en el cielo no ha dejado su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos los dones de la eterna salvación. La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en el cielo en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que llegará a la perfeccion en la vida futura, así también en esta tierra antecede como una antorcha radiante de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios peregrinante. 

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