Si preguntásemos a los creyentes cuál ha sido la más bella historia de
pureza y virginidad que ha producido nuestro planeta, estoy seguro de que una
gran mayoría nos responderían sin dudar que la de la Virgen María. Y si les
interrogásemos por la historia de la mujer que con mayor coraje ha soportado el
dolor, pensaron en seguida en la Virgen de los Dolores, firme al pie de la
cruz. Pero ya no serían muchos los que se acordasen de la fe de María si les
pidiésemos el nombre del ser humano que más hondamente vivió su fe. Y
poquísimos o tal vez nadie nos presentaría la historia de María como la más
honda historia de amor. Y es que se habla mucho de las virtudes de María, pero
menos de la raíz amorosa de todas ellas. Y, sin embargo, no conocemos historia
de amor como la de María. Yo pienso incluso que si tuviera que escribir una
«historia del amor», me limitaría a narrar la de María. Y que toda la vida de
la Virgen podría contarse perfectamente desde la única clave del amor. Un gran
amor cuya plenitud empieza, asombrosamente, por un profundo vacío. Un vaciado
de egoísmos. Porque la razón por la que los hombres no nos llenamos de amor es
que estamos ya llenos de nosotros mismos. Como una tierra a la que la planta de
nuestro propio orgullo le devorase todo su jugo, así no se puede sembrar en
nuestras almas ningún otro árbol. Vivimos solo pensando en nuestras cosas que
ni llegamos a enterarnos de que hay otros seres a los que hay que amar. María pudo amar mucho y recibir mucho
porque el centro de su alma estaba fuera de sí misma, por encima de su propia
persona. No sabia muy bien lo que esperaba, pero era pura expectación. Ella
no tenía más que hacer que mantener bien abiertas sus puertas. Era libre para amar
porque era esclava. Podía recibir al Amor. ¿Cómo pudo tanto Amor caberle
dentro? Jamás en ser humano alguno cupo tanto Amor. Jamás soñó nadie engendrar
un Amor semejante. Y, sin embargo, «cabía» en ella. Porque el enorme Amor se
había hecho pequeñito, bebé. ¡Un bebé-Dios, qué cosas! ■ P. Agustín. Párroco.
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