miércoles, 2 de mayo de 2012

La más grande historia de amor (I)

Si preguntásemos a los creyentes cuál ha sido la más bella historia de pureza y virginidad que ha producido nuestro planeta, estoy seguro de que una gran mayoría nos responderían sin dudar que la de la Virgen María. Y si les interrogásemos por la historia de la mujer que con mayor coraje ha soportado el dolor, pensaron en seguida en la Virgen de los Dolores, firme al pie de la cruz. Pero ya no serían muchos los que se acordasen de la fe de María si les pidiésemos el nombre del ser humano que más hondamente vivió su fe. Y poquísimos o tal vez nadie nos presentaría la historia de María como la más honda historia de amor. Y es que se habla mucho de las virtudes de María, pero menos de la raíz amorosa de todas ellas. Y, sin embargo, no conocemos historia de amor como la de María. Yo pienso incluso que si tuviera que escribir una «historia del amor», me limitaría a narrar la de María. Y que toda la vida de la Virgen podría contarse perfectamente desde la única clave del amor. Un gran amor cuya plenitud empieza, asombrosamente, por un profundo vacío. Un vaciado de egoísmos. Porque la razón por la que los hombres no nos llenamos de amor es que estamos ya llenos de nosotros mismos. Como una tierra a la que la planta de nuestro propio orgullo le devorase todo su jugo, así no se puede sembrar en nuestras almas ningún otro árbol. Vivimos solo pensando en nuestras cosas que ni llegamos a enterarnos de que hay otros seres a los que hay que amar. María pudo amar mucho y recibir mucho porque el centro de su alma estaba fuera de sí misma, por encima de su propia persona. No sabia muy bien lo que esperaba, pero era pura expectación. Ella no tenía más que hacer que mantener bien abiertas sus puertas. Era libre para amar porque era esclava. Podía recibir al Amor. ¿Cómo pudo tanto Amor caberle dentro? Jamás en ser humano alguno cupo tanto Amor. Jamás soñó nadie engendrar un Amor semejante. Y, sin embargo, «cabía» en ella. Porque el enorme Amor se había hecho pequeñito, bebé. ¡Un bebé-Dios, qué cosas! P. Agustín. Párroco. 

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