lunes, 19 de diciembre de 2011

Solemnidad de la Natividad del Señor


Queridos hermanos y hermanas en el Señor: ¿Qué es verdaderamente la Navidad para nosotros, los cristianos? Tal vez ustedes me respondan que son los días de la ternura, de la alegría, de la familia. Pero yo, entonces, volvería a preguntarles: ¿Por qué en estos días nuestra alma se alegra, por qué se llena de ternura nuestro corazón? La respuesta la sabemos todos, aunque con frecuencia no la vivamos. Yo diría que la Navidad es la prueba, repetida todos los años, de dos realidades formidables: que Dios está cerca de nosotros, y que nos ama. Nuestro mundo moderno no es precisamente el más capacitado para entender esta cercanía de Dios. Decimos tantas veces que Dios está lejos, que nos ha abandonado, que nos sentimos solos... Parece que Dios fuera un padre que se marchó a los cielos y que vive allí muy bien, mientras sus hijos sangran en la tierra. Pero la Navidad demuestra que eso no es cierto. Al contrario. El verdadero Dios no es alguien tonante y lejano, perdido en su propia grandeza, despreocupado del abandono de sus hijos. Es alguien que abandonó él mismo los cielos para estar entre nosotros, ser como nosotros, vivir como nosotros, sufrir y morir como nosotros. Éste es el Dios de los cristianos. No alguien que de puro grande no nos quepa en nuestro corazón. Sino alguien que se hizo pequeño para poder estar entre nosotros. Éste es el mismo centro de nuestra fe. ¿Y por qué bajó de los cielos? Porque nos ama. Todo el que ama quiere estar cerca de la persona amada. Si pudiera no se alejaría ni un momento de ella. Viaja, si es necesario, para estar con ella. Quiere vivir en su misma casa, lo más cerca posible. Así Dios. Siendo, como es, el infinitamente otro, quiso ser el infinitamente nuestro. Siendo la omnipotencia, compartió nuestra debilidad. Siendo el eterno, se hizo temporal. Y, si esto es así, ¿por qué los hombres no percibimos su presencia, por qué no sentimos su amor? Porque no estamos lo suficientemente atentos y despiertos. ¿Se han dado ustedes cuenta de que con los fenómenos de la naturaleza nos ocurre algo parecido? Oímos el trueno, la tormenta. Llegamos a escuchar la lluvia y el aguacero. Pero la nieve sólo se percibe si uno se asoma a la ventana. Cae la nieve sobre el mundo y es silenciosa, callada, como el amor de Dios. Y nadie negará la caída de la nieve porque no la haya oído. Así ocurre con el amor de Dios: que cae incesantemente sobre el mundo sin que lo escuchemos, sin que lo percibamos. Hay que abrir mucho los ojos del alma para enterarse. Porque, efectivamente, como dice un salmo «la misericordia de Dios llena la tierra», cubre las almas con su incesante nevada de amor. Navidad es la gran prueba. En estos días ese amor de Dios se hace visible en un portal. Ojala se haga también visible en nuestras almas. Ojala en estos días la nevada de Dios, la paz de Dios, la ternura de Dios, la alegría de Dios, descienda sobre todos nosotros como descendió hace dos mil años sobre un pesebre en la ciudad de Belén.

Pues bien: la Navidad es como el tiempo en el que esa misericordia de Dios se reduplica sobre el mundo y sobre nuestras cabezas. Es como si, al darnos a su Hijo, nos amase el doble que de ordinario. Durante estos días de Navidad, todos los que tienen los ojos bien abiertos se vuelven más niños porque es como si fuesen redobladamente hijos y como si Dios fuera en estos días el doble de Padre.

Pero ¿cuántos se dan cuenta de ello? ¿Cuántos están tan distraídos con las fiestas familiares que en estos días no se acuerdan de su alma?... Por eso yo quisiera invitarles, amigos míos, a abrir sus ventanas y sus ojos, a descubrir la maravilla de que Dios nos ama tanto que se vuelva uno de nosotros. Y que vivan ustedes estos días de asombro en asombro. Que se hagan ustedes las grandes preguntas que hay que hacerse estos días y que descubran que cada respuesta es más asombrosa que la anterior. La primera pregunta es: ¿Qué pasa realmente estos días? Y la respuesta es que Alguien muy importante viene a visitarnos.

¿Quién es el que viene? Nada menos que el Creador del mundo, el autor de las estrellas y de toda carne. ¿Y cómo viene? Viene hecho carne, hecho pobreza, convertido en un bebé como los nuestros. ¿A qué viene? Viene a salvarnos, a devolvernos la alegría, a darnos nuevas razones para vivir y para esperar. ¿Para quién viene? Viene para todos, viene para el pueblo, para los más humildes, para cuantos quieran abrirle el corazón. ¿En qué lugar viene? En el más humilde y sencillo de la tierra, en aquél donde menos se le podía esperar.


¿Y por qué viene? Sólo por una razón: porque nos ama, porque quiere estar con nosotros. Y la última pregunta, tal vez la más dolorosa: ¿Y cuáles serán los resultados de su venida? Los que nosotros queramos. Pasará a nuestro lado si no sabemos verle. Crecerá dentro de nosotros si le acogemos. Dejemos, pues que crezcan estas preguntas dentro de nuestro corazón y sentiremos mucha alegría. Descubriremos que no hay gozo mayor que el de sabernos amados, cuando quien nos ama —iy tanto!— es nada menos que el mismo Dios P. Agustín, Párroco. 

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