Leía hace unos días en un libro de Michel Rondet e Yves Raguin algo que se volvió vivo y cálido el sábado a medio día: «Si la tentación de las parejas es la de encerrarse en los límites de su amor compartido, la nuestra (se refiere a los sacerdotes) es la disolvernos en una filantropía sin rostro, incapaz de reconocer a nadie personalmente. Se ha podido decir que la familia es el espacio de lo social-privado; pues bien, la fraternidad sacerdotal es el espacio de lo universal-personalizado. Universal, porque ninguno de nosotros ha escogido al hermano o hermana con los que comparte su vida»...
...Mons. Gustavo García-Siller (Arzobispo de San Antonio) nos invitó a comer a su casa a algunos de sus sacerdotes, los que no tenemos familia en San Antonio (es un decir, claro que la tenemos: la comunidad parroquial; él pensó en los papás, hermanos, etc).
Entendí entonces que la fraternidad es un regalo, un don que se ha de suplicar al Señor como fuente de renovación humana permanente; como un apoyo que nos ayuda a seguir adelante, a buscar ser mejores en la entrega.
Ese día cantamos junto, nos reímos mucho, y al cabo de un rato cada uno regresamos a nuestras parroquias preparar la Nochebuena. No fue nada complicado ni nada formal; fue, sin más, compartir la mesa, el vino y las risas; el encuentro de un grupo de hombres que luchan con todas sus fuerzas por hacer felices a los demás; hombres de carne y hueso escogidos por Dios para llevar Su amor y Su presencia a los demás, hombres que ayudados por sus hermanos son tan fuertes como una ciudad amurallada ■ ae
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