Queridos hermanos en el Señor, el primer día del año la Iglesia fija su
mirada gozosa en Santa María, Madre de Dios, y la saluda así: ¡Salve, Madre Santa!, Virgen
Madre del Rey, que gobierna el cielo y la tierra por los siglos de los siglos.
Una bella y tierna expresión que nos lleva a adorar al Niño, Rey eterno del universo, en
brazos de la Madre. La fiesta de éste domingo –Santa María Madre de Dios- es la
proclamación
de María
Madre del Hijo de Dios y Madre de la Iglesia. Trascendental afirmación de fe sobre la realidad del Verbo
hecho carne. Actitud espiritual de los creyentes que, de la mano de la Virgen,
son conducidos al Salvador. Hoy, tenemos
una buena oportunidad para interiorizar el misterio del nacimiento del Señor, al lado de María, su Madre. Esta mujer, la más grande de todas las que ha habido
y habrá,
da un vigor impresionante a la fe. Su aceptación del designio de Dios, pronta y lúcida, da la talla de la personalidad
humana y espiritual de María. Penetramos en el misterio de la Navidad, junto a María y con María. Sintamos una profunda ternura
por ella: acaba de ser Madre de Dios y también es nuestra Madre. La saludamos y,
como pecadores, le pedimos confiadamente su auxilio: ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
Santa María, Madre de Dios. Porque realmente el Verbo se ha hecho carne.
¡Gran misterio! El que habita en lo alto, el que es Dios, ha querido penetrar
en la historia humana para compartir todo lo que es el grosor de nuestra vida.
Dios se humaniza, se hace hombre. Así sabrá de nuestros gozos y de nuestras lágrimas… ¡Qué belleza espiritual la de esta
mujer! Lo recordarán los padres de la Iglesia: María, era tan fiel y tan santa, vivía tan atenta a la Palabra, que
antes que concibiera a Cristo en su seno, ya lo había concebido en su corazón.
La maternidad de María ilumina el camino de la vida
cristiana y nos descubre el gozo del sí a Dios sin condiciones. Abre las ganas de entregarnos
confiadamente al Señor para contribuir a la salvación de la historia.
Hoy recibiremos el consuelo de la bendición que se lee en la primera lectura
de la Misa: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te
conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz. Decimos Amén, porque tenemos la seguridad de
que es así.
Ponemos el año
iniciado en manos del mismo Señor que nos lo regala. Lo dejamos en buenas manos. Y, confiados,
estamos dispuestos a santificarnos, a vivir nuestra filiación divina, a madurar las virtudes
teologales. Un año nuevo es otro don de Dios. Una oportunidad que no debe ser
desechada. Nos felicitamos deseándonos lo mejor. No es
anticristiano querer la prosperidad material. Pero, como todo tiempo, tendrá su cara y cruz, su gozo y su
dolor. Lo que importará, en definitiva, será que vivamos el tiempo que Dios nos
presta con el deseo de realizar su querer. Aunque cueste. Es actual y útil la súplica del salmista: "Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato" .
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