Y nos preguntamos –continúa el Papa- ¿por qué tememos la muerte? ¿Por qué
la humanidad, en su mayoría, nunca se ha resignado a creer que más allá de ella
no haya simplemente nada? Diría que las respuestas son muchas: tememos la
muerte porque tenemos miedo de la nada, de este partir hacia algo que no
conocemos, que nos es desconocido[1].
Y entonces hay en nosotros un sentimiento de rechazo porque no podemos aceptar
que todo lo que de bello y de grande ha sido realizado durante toda una
existencia sea eliminado de repente, caiga en el abismo de la nada. Sobre todo,
sentimos que el amor reclama y pide eternidad, y no es posible que sea
destruido por la muerte en un solo momento. También tenemos temor ante la
muerte porque, cuando nos encontramos al final de la existencia, existe la
percepción de que hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos
llevado nuestra vida, sobre todo en esos puntos sombríos que, con habilidad,
sabemos a menudo quitar o intentamos quitar de nuestra conciencia. Diría que
precisamente la cuestión del juicio está a menudo implícita en el cuidado del hombre
de todos los tiempos por los difuntos, en la atención hacia las personas que
fueron significativas para él y que ya no están junto a él en el camino de la
vida terrena. En un cierto sentido, los gestos de afecto, de amor que rodean al
difunto, son una forma de protegerlo en la convicción de que no quedarán sin
efecto en el juicio. Esto lo podemos captar en la mayor parte de las culturas
que caracterizan la historia del hombre. Hoy el mundo se ha convertido en algo mucho
más racional, o mejor, se ha difundido la tendencia a pensar que toda realidad
debe ser afrontada con los criterios de la ciencia experimental, y que también
la cuestión de la muerte se debe responder, no tanto desde la fe, sino
partiendo de conocimientos experimentales, empíricos. No nos damos
suficientemente cuenta que, de este modo, caemos en formas de espiritismo, en
la pretensión de tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi
imaginando que haya una realidad, que finalmente, sería una copia de la
presente» ■ P. Agustín, Pastor.
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