viernes, 6 de mayo de 2011

III Domingo de Pascua (a)


A medida que avanza el tiempo de pascua no disminuye la alegría que produce la celebración de la resurrección de Cristo. Los cristianos nos sabemos privilegiados pues tenemos la certeza de que la pascua del Señor no quedó encerrada en Jesús, vencedor del pecado y de la muerte; por el contrario, esa vida nueva llega a todos los que creemos en él. Por eso, con el paso de las semanas no podemos permitir que decaiga el tono gozoso propio de este tiempo; por el contrario se intensifica con en la espera de la celebración del don de la Pascua que es el Espíritu Santo. La Iglesia, convocada para celebrar el domingo, es invitada a aclamar al Señor y tocar en su honor y a cantar a su gloria (cf. antífona de entrada), pues sabe que la resurrección del Cristo es motivo de exultación (oración colecta y oración sobre las ofrendas), de rejuvenecimiento espiritual y de una verdadera renovación del ser hijos de Dios (oración colecta). Al mismo tiempo la comunidad cristiana redimida no quita su mirada en un futuro todavía más esperanzador: su resurrección gloriosa y el gozo eterno (colecta, sobre las ofrendas y postcomunión).Todo ello significa el cumplimiento de las escrituras en la Primera Alianza de Dios con su pueblo elegido pero que ahora se realiza con toda la humanidad. Este domingo insiste en ello: tanto la larga predicación de San Pedro a los vecinos de Jerusalén –toda ella rebosa de referencias al Antiguo Testamento– como la narración evangélica de los discípulos de Emaús. Las profecías anunciaban al Mesías y, en el misterio Pascual, han llegado a su cumplimiento y plenitud: «Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura» (Evangelio). Constatar todo ello, nos hace tomar conciencia de la exigencia con que debemos llevar nuestro comportamiento –«tomad en serio vuestro proceder», dirá San Pablo en la segunda lectura–porque ha sido muy alto el precio que han pagado por nosotros («la sangre del Cordero sin mancha»). El aspecto moral, irremplazable en la vocación cristiana, implica una doble realidad: por un lado, el creyente confía en Dios a quien puede llamar «Padre» gracias a la revelación que ha efectuado Cristo; pero, por otro lado, sabe que Dios Padre juzga imparcialmente a cada uno y es aquí donde radica el contenido de exigencia y vigilancia en el obrar pues, como dirá también Santiago, «la fe sin obras está muerta» (St 2,17). El temor al juicio es matizado por la paternidad de Dios; el libertinaje es corregido por la realidad del juicio. El equilibrio entre ambos es el temor de Dios que nos guía por el sendero de la vida (cf. salmo responsorial). No podemos olvidar, al fin, el gran relato de la aparición a los discípulos de Emaús. En medio del desconcierto y desesperación de estos hombres, Cristo les acompaña en el mismo día de la Pascua y despierta su fe vacilante. Al mismo tiempo, esta narración es una promesa que asegura la presencia de Cristo en medio de su Iglesia, reunida para partir el pan. Sólo en ese gesto es cuando llegan a comprender totalmente quién está a su lado. Desde ese instante y con rapidez, los de Emaús se convirtieron en testigos y evangelizadores para sus compañeros 

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