Queridos hermanos en el
Señor, nuestro Señor nos hace saber de muchas maneras que nos ama, que nunca se
olvida de nosotros, pues nos lleva escritos en su mano para tenernos siempre a
la vista[1].
Jamás podremos imaginar lo que Dios nos ama: nos redimió con su Muerte en la
Cruz, habita en nuestra alma en gracia, se comunica con nosotros en lo más
íntimo de nuestro corazón, durante estos ratos de oración y en cualquier
momento del día. Dios nos ama con amor personal e individual. Jamás ha dejado de amarnos, ni siquiera en
los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o cuando cometimos los
pecados más graves. Su atención ha sido constante en todas las
circunstancias y sucesos, y está siempre junto a nosotros hasta el último
instante de nuestra vida. ¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría
y en el dolor. Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, “canales de la
misericordia divina”. Nos perdona en la Confesión y se nos da en la Sagrada
Eucaristía. Nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. También nos ha dado un
Ángel para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo donde tendremos una
felicidad sin límites y sin término. Pero amor con amor se paga. Y decimos con
Francisca Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y
mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con
que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente”[2].
El Señor espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por
nosotros. Nuestro amor a Dios se muestra en las mil incidencias de cada día:
amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las
relaciones sociales, del descanso. Todo se puede convertir en obras de amor.
Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario,
sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. La señal
externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con
quienes están junto a nosotros. Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a
corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus
hijos, nuestros hermanos ■
P. Agustín, párroco.
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