Cada vez que nos reunimos para celebrar la Santa Misa, la comunidad cristiana debe tener conciencia clara que es convocada por y en nombre del Señor Jesús. Es él quien nos llama, nos preside, nos habla y se entrega a la voluntad del Padre. Es él quien prepara una casa verdadera a todos nosotros que andamos desvalidos por el mundo y buscamos en Dios fuerza y poder (cf. antífona de entrada). La comunidad reunida para celebrar los Misterios de Cristo, pues, es la mejor expresión de la Iglesia que vive alabando a Dios, pues se sabe redimida por el amor inefable de Cristo y de su pasión salvadora (cf. oración después de la comunión). En este domingo encontramos como idea central la exigencia de una opción sin reservas por el Reino de Dios; o dicho con otras palabras, por Dios mismo y su mensaje de salvación. La liturgia de la Palabra nos presenta, en este sentido, un ejemplo y dos parábolas. El ejemplo es aquel de Salomón (primera lectura); él es prototipo del rey sabio que reina según la justicia y la voluntad de Dios, que prefiere los preceptos de su boca antes que miles de monedas de oro y plata (cf. salmo responsorial). Ante la promesa de Dios, dispuesto a conceder lo que pidiera, el rey implora discernimiento. Ello provoca la alabanza de Dios y la promesa de un «corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti». La sabiduría por la que se caracterizó Salomón es, por lo tanto, saber elegir lo mejor según la voluntad de Dios, poniendo antes la virtud que el afán de dominio o de poseer. Desde esta perspectiva, los cristianos, siguiendo el ejemplo del rey sabio, también tendremos que establecer una prioridad en aquello que llena nuestro corazón y dar a las cosas materiales su justo valor; por ello pedimos la misericordia de Dios para que nos conceda adherirnos a los bienes eternos sirviéndonos rectamente de los pasajeros (cf. oración colecta). Las dos parábolas que completan esta idea son aquellas del tesoro escondido y de la perla de gran valor (Evangelio). Aunque, desde una lectura superficial, pudieran parecer unas comparaciones muy «materiales» –en radical oposición con lo dicho anteriormente–, en realidad nos enseñan la necesaria opción radical por Cristo; en síntesis, la misma decisión firme y empeño que tendríamos para conseguir un importante tesoro se nos pide para luchar por «conseguir» los valores del Reino de Dios. Esta actitud de vida encuentra su fundamento en el principio enunciado por la antífona que repetimos al cantar el salmo responsorial: «¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!». La tercera parábola del Evangelio –cuya lectura se propone como opcional– se separa en cuanto al contenido con las dos anteriores; tiene claras conexiones con aquella de la cizaña del domingo pasado. Ambas, como decíamos allí, insisten más en el sentido de la paciencia divina y la «selección escatológica» de los peces buenos; acción que sólo pertenece al Señor del Reino. Una última pero importante consideración. La opción que el hombre está llamado a hacer por el Reino de Dios debe enmarcarse en el contexto de la providencia divina y en su previa elección; sin ella nada podríamos, pues «a los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo… a los que predestinó, los llamó…»
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