Estábamos de rodillas en torno al lecho de Juan Pablo II. El Papa yacía en penumbras. La suave luz de la lámpara iluminaba la pared pero él era bien visible. Cuando llegó la hora de la que, pocos instantes después, todo el mundo habría sabido, de improviso el arzobispo Dziwisz se levantó. Encendió la luz de la habitación, interrumpiendo así el silencio de la muerte de Juan Pablo II. Con voz conmovida, pero sorprendentemente firme, con el típico acento de montaña, alargando una de las sílabas, comenzó a cantar: “A Ti, oh Dios, te alabamos, a Ti, Señor, te confesamos”. Parecía un tono proveniente del cielo. Todos mirábamos maravillados a don Stanislao. Pero la luz encendida y el canto de las palabras que seguían – “A Ti, eterno Padre, toda la tierra te venera…” – daban certeza a cada uno de nosotros. He aquí – pensábamos – que nos encontramos en una realidad totalmente diversa. Juan Pablo II ha muerto: quiere decir que él vive para siempre. Aunque el corazón sollozaba y el llanto estrechaba la garganta, comenzamos a cantar. Ante cada palabra nuestra voz se volvía más segura y más fuerte. El canto proclamaba: “Vencedor de la muerte, has abierto a los creyentes el reino de los cielos”.
Así, con el himno del Te Deum, glorificamos a Dios, bien visible y reconocible en la persona del Papa. En cierto sentido, esta es también la experiencia de todos aquellos que lo encontraron en el curso de su pontificado. Quien entraba en contacto con Juan Pablo II, encontraba a Jesús, a quien el Papa representaba con todo de sí mismo. Con la palabra, el silencio, los gestos, el modo de orar, el modo de entrar en el espacio litúrgico, el recogimiento en sacristía: con todo su modo de ser. Se lo notaba inmediatamente: era una persona llena de Dios. Y para el mundo se convirtió en signo visible de una realidad invisible. También a través de su cuerpo destrozado por el sufrimiento de los últimos años.
A menudo bastaba mirarlo para descubrir la presencia de Dios y, así, comenzar a rezar. Bastaba para ir a confesarse: no sólo de los propios pecados sino también de no ser santos como él.
Cuando dejó de caminar y, durante las celebraciones, se volvió totalmente dependiente de los ceremonieros, comencé a darme cuenta de que estaba tocando a una persona santa. Tal vez hacía irritar a los penitenciarios vaticanos cuando, antes de cada celebración, iba a confesarme, siguiendo un imperativo interior y sintiendo una fuerte necesidad de ello. Tenía necesidad de recibir la absolución para estar junto a él. Cuando se está junto a una persona santa, cuando el hombre de algún modo toca la santidad, esta se irradia en toda la persona. Pero, al mismo tiempo, se experimenta sobre la propia piel también la tentación: evidentemente al espíritu maligno no le gusta el aire de santidad. Cuando, hacia las tres de la madrugada, salí del apartamento del Palacio Apostólico, en Borgo Pio había una multitud de gente: caminaba en el silencio más recogido. El mundo se había detenido, se había arrodillado y había llorado.
Estaba quien lloraba sólo por el hecho de haber perdido a una persona amada y luego volvía a casa así como había venido. Y estaba quien, a las lágrimas exteriores, unía las interiores, que surgían del sentirse inadecuados e infieles frente al Señor. Este llanto era bendito. Era el comienzo del milagro de la conversión. En todos los días sucesivos, hasta el funeral del Papa, Roma se convirtió en un cenáculo: todos se comprendían, aún si hablaban lenguas diversas.
Estuve en contacto con el Papa por siete largos años: durante su vida, pero también cuando su alma se separó del cuerpo. En el momento de la muerte quedaron con nosotros sólo los restos mortales que se transformarán en polvo: el cuerpo se desvanece y la persona es acogida en el misterio de Dios.
Entre las tareas de los ceremonieros está también la de encargarse del cuerpo del Papa difunto. Lo hice por siete largos días, hasta el funeral. Poco después de su muerte, vestí a Juan Pablo II junto a tres enfermeras que lo habían seguido por largo tiempo. Si bien ya había transcurrido una hora y media del deceso, ellas continuaban hablando con el Papa como si estuviesen hablando al propio padre. Antes de ponerle la sotana, el alba, la casulla, lo besaban, lo acariciaban y lo tocaban con amor y reverencia, precisamente como si se tratase de una persona de familia. Su actitud no manifestaba sólo la devoción al Pontífice: para mí representaba el tímido anuncio de una beatificación cercana. Tal vez es por esto que no me he dedicado nunca a rezar intensamente por su beatificación, desde el momento en que ya había comenzado a participar.
Cada día celebro la Eucaristía en las Grutas Vaticanas. Observo cómo los empleados de la basílica y todos aquellos que se dirigen al trabajo en los diversos dicasterios y oficinas del Vaticano, los gendarmes, los jardineros, los choferes, comienzan la jornada con un momento de oración frente a la tumba de Juan Pablo II: tocan la lápida y le dan un beso. Y así todas las mañanas.
Desde el 2000 el Papa había comenzado a debilitarse cada vez más. Tenía grandes dificultades para caminar. Preparando el gran Jubileo con el arzobispo Piero Marini esperábamos que al menos pudiese abrir la puerta santa. Era casi imposible pensar en el futuro. Mientras me encontraba en las montañas polacas, una vez escuché esta afirmación: “Todavía no nos conocemos porque no hemos sufrido juntos”. Con monseñor Marini participamos por cinco largos años en los sufrimientos del Papa, en su heroico combate consigo mismo para soportar el sufrimiento. Me vienen a la mente las palabras del salmo 51: “Purifícame con el hisopo y quedaré limpio”, que se pueden entender también así: “Tócame con el sufrimiento y seré puro”.
Estar con Juan Pablo II quería decir vivir en el Evangelio, estar dentro del Evangelio. En los últimos años del servicio junto a él me di cuenta de que la belleza está siempre ligada al sufrimiento. No se puede tocar a Jesús sin tocar la cruz: el Pontífice estaba tan probado, se puede decir martirizado por el sufrimiento, pero tan extremadamente bello, en cuanto que con alegría ofreció todo esto que había recibido de Dios y con alegría restituyó a Dios todo lo que de Él había tenido. La santidad, de hecho, - como decía la Madre Teresa de Calcuta – no significa sólo que nosotros ofrecemos todo a Dios sino también que Dios toma de nosotros todo aquello que nos ha dado. El atleta que caminaba y esquiaba en las montañas ahora había dejado de caminar; el actor había perdido la voz. Poco a poco se le había quitado todo.
Antes de comenzar las exequias, monseñor Dziwisz y monseñor Marini cubrieron el rostro del Papa con un paño de seda, un símbolo de muy profundo significado: toda su vida estuvo cubierta y escondida en Dios. Mientras realizaban este gesto, estaba junto al ataúd y tenía en la mano el Evangeliario, otro signo fuerte. Juan Pablo II no se avergonzaba del Evangelio. Vivía según el Evangelio. Resolvía según el Evangelio todos los problemas del mundo y de la Iglesia. Según el Evangelio construyó toda su vida interior y exterior.
El misterio de Juan Pablo II, es decir, su belleza, se expresa muy bien a través de la oración del Papa Clemente XI que se encontraba en los antiguos breviarios: “Quiero todo lo que Tú quieres, lo quiero porque Tú lo quieres, lo quiero cómo y cuándo Tú lo quieres”. Quien pronuncia estas palabras con el corazón se vuelve como Jesús que, humilde, se esconde en la hostia y se ofrece para ser consumado. Quien hace propias estas palabras comienza a vivir con el espíritu de adoración del Santísimo Sacramento. Siguiendo al Pontífice en los viajes apostólicos, durante los largos vuelos, me preguntaba a menudo: ¿dónde está el centro del mundo?
Trece días después de su elección, con algunos de sus colaboradores, el Papa se dirigió cerca de Roma a la Mentorella, donde está el santuario de la Madre de las Gracias. Preguntó a sus compañeros de viaje: “¿Qué es más importante para el Papa en su vida, en su trabajo?”. Le sugirieron: “¿Tal vez la unidad de los cristianos, la paz en Oriente Medio, la destrucción de la cortina de hierro…?”. Pero él respondió: “Para el Papa lo más importante es la oración”.
En mi país existe este dicho: “El rey está desnudo frente a los ojos de sus siervos”. Cuanto más comenzábamos a conocer a Juan Pablo II, tanto más estábamos convencidos de su santidad, la veíamos en cada momento de su vida. Él no oscurecía a Dios. Si quisiera indicar lo más importante para la vida sacerdotal y para cada uno de nosotros, mirándolo a él podría decir: no cubrir ni ofuscar a Dios con uno mismo sino, al contrario, mostrarlo y convertirse en el signo visible de su presencia. A Dios nadie lo ha visto, pero Juan Pablo II lo hizo visible a través de su vida.
Cuando rezaba, tuve la impresión de que se echaba a los pies de Jesús. Cuando rezaba, sobre su rostro era visible la entrega total a Dios. Era realmente transparente: era, por usar una imagen poética, como el arco iris que une el cielo con la tierra, y su alma corría por las escaleras de la tierra al cielo. Vuelvo ahora a la pregunta: “¿Dónde está el centro del mundo?”.
Poco a poco comencé a darme cuenta de que el centro del mundo estaba siempre donde yo me encontraba con el Papa: no porque estaba con Juan Pablo II sino porque él, en cualquier lugar que se encontrase, rezaba. Entendí que el centro del mundo está donde yo rezo, donde yo estoy junto a Dios, en la más íntima unión que existe: la oración. Estoy en el centro del mundo cuando camino en la presencia de Dios, cuando “en él vivo, me muevo y existo” (cfr. Hechos de los Apóstoles 17, 28). Cuando celebro o participo en la Eucaristía estoy en el centro del mundo; cuando confieso y cuando me confieso, en el confesionario está el centro del mundo; el lugar y el tiempo de mi oración constituyen el centro del mundo porque, cuando rezo, Dios respira dentro de mí. El Papa permitió a Dios respirar a través de él: cada día pasaba mucho tiempo frente al tabernáculo. El Santísimo Sacramento era el sol que iluminaba su vida. Y él, frente a aquel sol, iba a calentarse con la luz de Dios. La vida de Juan Pablo II estaba entretejida de oración. Tenía siempre entre los dedos la coronilla del rosario, con la cual se dirigía a María confirmando su Totus tuus.
Una vez, después del accidente de 1991, el cardenal Deskur llevó al Papa un recipiente con agua bendita de Lourdes y le dijo: “Santidad, cuando lave la parte que duele, deberá rezar el Ave María”. Juan Pablo II respondió: “Querido cardenal, yo digo siempre el Ave María”.
Mi tarea en la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas consiste en cuidar, bajo la guía del maestro, las celebraciones pontificias, y no en escribir artículos o preparar conferencias. Así ha sido por trece años. Después del 2 de abril de 2005, cuando alguien me pide que de testimonio de Juan Pablo II, respondo a menudo: “¡Sí, con gran alegría!”. E invito a tomar parte cada jueves en la misa frente a su tumba en las Grutas Vaticanas. Así como invito a dirigirse a la iglesia del Espiritu Santo en Sassia, donde cada tarde se recita la coronilla de la Divina Misericordia seguida del Vía Crucis. Cada jueves a la tarde se encuentran en mi apartamento sacerdotes que trabajan o estudian en Roma, religiosas y laicos. Juntos rezamos las Vísperas, oramos y nos sentamos en la mesa común. Reunirse en oración y estar juntos para reencontrarnos en el centro del mundo: esto lo he aprendido de Juan Pablo II.
No me extraña que el Papa sea beatificado en el domingo de la Divina Misericordia, si bien es una sorpresa de la Providencia el hecho de que este año coincida con el 1º de mayo. De este modo, aquel día se hablará principalmente de santidad. Benedicto XVI y Juan Pablo II transformarán aquella ocasión en un evento religioso inédito en la historia: una procesión de mayo hacia la santidad y la oración ■ L’Osservatore Romano.