Mis queridos hermanos en el Señor, la liturgia nos habla de gratuidad: Dios nos ha salvado y nos salva gratuitamente y nosotros se lo queremos agradecer en una celebración también gratuita. Todos los pueblos y todas las religiones tienen celebraciones cultuales en las que ofrecen a Dios su tiempo y su vida por medio de símbolos: flores y perfumes, sacrificios, banquetes, bailes, momentos de silencio... Pensemos en nuestras propias «liturgias» de cada día: un mantel en la mesa, una flor en el jarrón, una alfombra en el recibidor, un apretón de manos... gestos inútiles que hacen nuestra vida más «humana», no sólo instintiva. La liturgia de la Iglesia cuenta con estos elementos y, al mismo tiempo, es mucho más, ya que en ella Cristo se nos ofrece y se une a nuestra ofrenda al Padre. A primera vista, la Liturgia sería la parte externa, visible, del culto cristiano, regulada por medio de unas normas o rúbricas. Dejemos claro desde el principio que la Liturgia cristiana NO ES coreografía (las posturas y movimientos de los ministros sobre el altar, el ceremonial o ritualismo, mera cuestión estética), ni rubricismo (colección de leyes –rúbricas- que regulan las celebraciones). La es mucho más que el conjunto de dichos actos humanos y su efectividad no le viene de lo que hacen los hombres, ni de si lo hacen bien o mal, sino de la presencia del Señor Jesús y de su Espíritu Santo en la Iglesia. Los sacramentos, liturgia de las horas, sacramentales y ejercicios piadosos que realiza la comunidad cristiana «en Espíritu y verdad» son acción de Cristo y del pueblo de Dios, por eso son medios con los que Dios santifica a los hombres y los hombres ofrecen un culto agradable a Dios. Es cierto que la Liturgia es celebración de la Iglesia y que, como tal, necesita de unas normas referenciales, pero no olvidemos que es el Espíritu de Dios el que da valor a la Liturgia (a toda liturgia realizada con autenticidad, con sencillez de espíritu).
Toda oración auténtica es oración de la Iglesia, y es la Iglesia misma la que ahí ora, porque es el Espíritu Santo que vive en ella, el que en cada alma intercede por nosotros con gemidos inefables[1]. Precisamente esto es la oración "auténtica", real, viva, pues nadie puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo[2].
Hoy, durante la misa, demos gracias a Dios porque a través de la Liturgia podemos encontrarnos con Él y adorarle en espíritu y en verdad ■ P. Agustín, Párroco.
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