Aunque la fiesta de la Presentación del
Señor en el templo, queridos hermanos, cae fuera del tiempo de navidad, es
una parte integrante del relato de navidad, es, digámoslo así, como una chispa
de fuego de navidad. Es, pues, una fiesta antiquísima y de origen oriental. La
Iglesia de Jerusalén la celebraba ya en el siglo IV. Se celebraba allí a los
cuarenta días de la fiesta de la epifanía, el 14 de febrero. La peregrina
Eteria, que cuenta esto en su famoso diario, añade el interesante comentario de
que se "celebraba con el mayor gozo, como si fuera la pascua misma"'.
Desde Jerusalén, la fiesta se propagó a otras iglesias de Oriente y de
Occidente. En el siglo VII, si no antes, había sido introducida en Roma. Se
asoció con esta fiesta una procesión de las candelas o velas. La Iglesia romana
celebraba la fiesta cuarenta días después de navidad. Entre las iglesias
orientales se conocía esta fiesta como "La fiesta del Encuentro" (en
griego, Hypapante), nombre muy
significativo y expresivo, que destaca un aspecto fundamental de la fiesta: el encuentro del Ungido de Dios con su
pueblo. San Lucas narra el hecho en el capítulo 2 de su evangelio: obedeciendo a la ley mosaica, los
padres de Jesús llevaron a su hijo al templo cuarenta días después de su
nacimiento para presentarlo al Señor y hacer una ofrenda por él. Así, con ésta
fiesta, los cristianos tenemos aquí una clara y fuerte llamada a asumir
nuestros compromisos de fe, a llevar, a presentar a Jesús a los demás, como
María y José, sabiendo que Él es salvación, luz y paz para todos. Compromiso de
recibir a Jesús en nuestras vidas con la alegría y la esperanza con que lo
recibieron Simeón y Ana, aunque recibirlo nos cueste deponer el orgullo, vencer
el egoísmo, abrirnos al amor y a la misericordia de las que Jesús es portador.
Hoy giremos nuestros ojos hacia este hombre joven que es Dios, pero quien pasó
treinta anos bajo la sumisión de sus padres, José y María. Así, si humildemente
se lo pedimos, él nos dará su gracia, la gracia de creer verdaderamente que él
es único Todopoderoso, que él puede hacer cualquier cosa, que, a través de su
Espíritu, él, la Palabra de Dios, puede hablarnos ■ P. Agustín, párroco.
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