Queridos hermanos y hermanas, hoy quisiera volver brevemente con el pensamiento y con el corazón a los extraordinarios días transcurridos en Madrid para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud. Ha sido un evento eclesial emocionante, cerca de dos millones de jóvenes de todos los Continentes han vivido, con alegría, una formidable experiencia de fraternidad, de encuentro con el Señor, de compartir y de crecimiento en la fe: una verdadera cascada de luz. Doy gracias a Dios por este don precioso, que da esperanza para el futuro de la Iglesia: jóvenes con el deseo firme y sincero de enraizar su vida en Cristo, permanecer firmes en la fe, caminar juntos en la Iglesia. Un gracias a cuantos han trabajado generosamente por esta Jornada: al Cardenal Arzobispo de Madrid, a sus Auxiliares, a los demás Obispos de España y de las otras partes del mundo, al Pontificio Consejo para los Laicos, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos. Renuevo mi reconocimiento a las Autoridades españolas, a las instituciones, a los voluntarios y a cuantos han ofrecido el apoyo de la oración. No puedo olvidar la calurosa acogida que he recibido de Sus Majestades los Reyes de España, así como de todo el País.
En pocas palabras no puedo describir los momentos tan intensos que hemos vivido. Tengo en la mente el entusiasmo incontenible con el que los jóvenes me han recibido, el primer día, en la Plaza de Cibeles, sus palabras ricas de esperanza, su fuerte deseo de orientarse a la verdad más profunda y enraizarse en ella, aquella verdad que Dios nos ha dado a conocer en Cristo. En el imponente Monasterio de El Escorial, rico de historia, de espiritualidad y de cultura, he encontrado a las jóvenes religiosas y a los jóvenes docentes universitarios. A las primeras he recordado la belleza de su vocación vivida con fidelidad, y la importancia de su servicio apostólico y de su testimonio profético. A los profesores he recordado ser verdaderos formadores de las nuevas generaciones, guiándolas en la búsqueda de la verdad no solamente con las palabras, sino también con la vida, conscientes que la Verdad es Cristo mismo. Por la tarde, en la celebración del Vía Crucis, una multitud variada de jóvenes ha revivido con intensa participación las escenas de la pasión y muerte de Cristo: la cruz de Cristo da mucho más de aquello que exige, lo da todo, porque nos conduce a Dios.
Al día siguiente, la Santa Misa en la Catedral de la Almudena, en Madrid, con los seminaristas: jóvenes que quieren enraizarse en Cristo para hacerlo presente un mañana, como ministros suyos. ¡Deseo que crezcan las vocaciones al sacerdocio! Entre los presentes había más de uno que había oído la llamada del Señor precisamente en las precedentes Jornadas Mundiales; estoy seguro que también en Madrid el Señor ha llamado a la puerta del corazón de muchos jóvenes para que le sigan con generosidad en el ministerio sacerdotal o en el de la vida religiosa.
La visita a un Centro para jóvenes discapacitados me hizo ver el gran respeto y amor que se nutre hacia toda persona y me dio la ocasión de agradecer a los miles de voluntarios, que testimonian silenciosamente el Evangelio de la caridad y de la vida. La Vigilia de oración de la tarde y la gran Celebración eucarística conclusiva del día siguiente fueron dos momentos muy intensos: en la tarde una multitud de jóvenes en fiesta, para nada atemorizados por la lluvia y por el viento, permaneció en adoración silenciosa de Cristo presente en la Eucaristía, para alabarlo, en acción de gracias, rogando su ayuda y luz. Luego, el domingo, los jóvenes manifestaron su exuberante alegría, celebrando al Señor en la Palabra y en la Eucaristía, para insertarse cada vez más en Él y reforzar su fe y vida cristiana. En un clima de entusiasmo, mantuve un encuentro con los voluntarios, agradeciéndoles su generosidad y con la ceremonia de despedida dejé el país, llevando en mi corazón estos días.
Queridos amigos, el encuentro de Madrid fue una estupenda manifestación de fe para España y para el mundo. Para la multitud de jóvenes, provenientes de todos los rincones de la tierra, fue una ocasión especial para reflexionar, dialogar, intercambiar experiencias positivas y, sobre todo, rezar juntos y renovar su compromiso de arraigar su propia vida en Cristo, Amigo fiel. Estoy seguro de que han regresado a sus hogares con el firme propósito de ser levadura en la masa, llevando la esperanza que nace de la fe. De mi parte, sigo acompañándolos con la oración, para que permanezcan fieles a los compromisos asumidos. A la maternal intercesión de María, encomiendo los frutos de esta Jornada ■ Benedicto XVI
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